1
Venía empujándose a sí mismo
sobre la acera de la calle principal. Su silla de ruedas ya estaba vieja y
desgastada, rodaba a regañadientes y chillaba en cada giro de las llantas que
hacían muecas de cansancio. Comenzaba el desayuno que compró al joven del
triciclo: un atole y un tamal. Pagó con el dinero que ganaba vendiendo dulces a
la gente que, por caridad, le compraba.
Sus hijos y su esposa, a
quienes dio siempre todo lo que quisieron, y más aún, lo habían abandonado al amparo del aparato que lo soportaba después de aquél accidente.
2
Una mujer turbulenta despertó
en una banca de la plaza central y se dirigió a la tienda de licores. Tenía el
cabello del lado izquierdo echado sobre el rostro. No venía tendiendo la mano,
como acostumbraba pasar buena parte del día, ahora tenía consigo el dinero
suficiente para allegarse de un buen destilado de caña.
Dicen que de joven trabajaba
entreteniendo a los clientes del bar de un lujoso hotel ubicado a unas cuantas
cuadras de donde se hallaba ahora. Tenía muchas visitas ya que era
increíblemente hermosa. Pudo haber hecho cosas grandes con su vida de no haber
sido por ese lamentable suceso.
3
Terminó sus alimentos y
regresaba a su sitio de trabajo. Traía en la cabeza un sombrero roído que aún
guardaba de aquellos prolíferos años, el último que compró con el exquisito
sueldo que le dejaba su puesto como administrador de una importante firma
bancaria. Lo calzaba con dignidad, con el aire de Don Juan que tenía tan
acentuado a pesar de su condición actual, sonreía a las mujeres elegantes que
pasaban a lado suyo.
4
Intoxicada todavía de la noche
anterior, caminaba en su imaginación como una destacada modelo de pasarela,
miraba a los hombres a los ojos y se convencía de intimidarlos porque ninguno
era capaz de sostenerle la mirada.
Compró su bebida y volvía a la
comodidad de la plaza.
5
Él terminaba una venta, alzó la
mirada y la vio. Ella caminaba con la cabeza gacha, ya relajada por los
primeros sorbos del mágico líquido. Levantó la cara después de casi chocar
contra los pies de él. El tiempo se detuvo, sus corazones también por un
momento y luego comenzaron a latir alocadamente hasta llenar de sangre el
rostro de ambos. La mirada de él era una mezcla de sorpresa y gozo; la de ella,
de nostalgia y casi amor.
6
Ella lo recordaba metido en su
costoso traje de renombrado diseñador italiano, con el sombrero ladeado y con
la billetera llena, dispuesto a satisfacer todos los antojos que pudiera tener
una chica de su edad.
Él recordaba su liguero
asomándose por la cortísima falda, acentuando la belleza de sus largos, suaves,
tibios y torneados muslos; sus pies metidos en los finos zapatos que él mismo
le proveía.
7
Veinte años atrás él entró en
el bar aquel y la conoció. <<Lindo sombrero>> fue la frase con la que ella se acercó a
él pensando que sería sólo uno más a quién abrazar y besar durante esa noche, y
que jamás volver a verlo.
<<Sí que lo es>> contestó él llevando los dedos al ala del
objeto en cuestión mientras volteaba para mirarla, descubrió la belleza
inimaginable y desde entonces se convirtió en su amor de cada noche después del
trabajo y antes del martirio de su hogar –si es que lo tenía-.
Vinieron a su mente las
miradas, las carcajadas, la pasión desbordada en aquellos fines de semana en
alguna playa con amaneceres sobre la arena.
Ella estaba enamorada de los
lujos que él le procuraba, de su protección, de su poder adquisitivo, nunca de
él y él no lo sabía; él, en cambio, sí moriría por ella.
8
Llegó una crisis financiera al
país, además de la que se intensificó en la familia de él, que le impidieron
por mucho tiempo visitarlas a ella, y a las copas del bar.
Un buen día apareció por ahí,
usaba un traje nuevo, nuevo también el sombrero, aunque ya su posición
financiera estaba desplomada. Había mandado por ella hace ya un buen rato ante
la sonrisa burlona del mesero, pero ella nunca llegó a su mesa. Con la ansiedad
que tenía por verla, las copas se le subieron a la cabeza casi de forma
inmediata, desesperó y fue a buscarla él mismo. La descubrió besando a otro,
quiso mantener la calma y entender que ese era su trabajo y así la había
conocido. Se acercó a saludar sin poder pronunciar correctamente las palabras.
La nueva conquista preguntó por la identidad del recién llegado, él se presentó
como el novio de ella, ella soltó una carcajada y negó conocer a ese borrachito
tan gracioso y propinó un gran beso al hombre aquel. Él apartó al tipo con un
golpe en el rostro, y a ella la tomó del brazo, enseguida aparecieron los
hombres de seguridad, lo golpearon en el estómago y en la cara. Lo aventaron a
la calle aturdido y dolido. Se sentó contra la pared, bebió -cortándose el
labio inferior- la gota de vino que quedó en la copa que nunca soltó y que se
había roto en el altercado.
Después de un rato, ella salió
con el millonario, iban a subir al auto de éste, pero él no podía permitirlo.
Los interceptó, el hombre adinerado se marchó por mero fastidio, dejándolos
solos a ella y a él.
En una acalorada discusión ella
le dijo que ya no podían estar juntos, ahora era la mujer más cotizada de la
ciudad y que él era sólo un hombre pobre. Que ahora había personas que le daban
cada una el triple de lo que él pudo darle en su mejor racha; y sobre todo, a
diferencia de él, ninguno tenía problema por la existencia de los otros, nunca
dudaban en compartirla.
Esto último dicho con una
indecencia y cinismo sin iguales, que él terminó por llamarla puta, a ella se
le escapó una cachetada, él enardecido, se la devolvió sin reparar en que aún
tenía la copa en la mano que soltó el golpe. Ella cayó al suelo en medio de
gritos y sangre, él intentó levantarla arrepentido, ella siguió gritando. Él echó
a correr huyendo del policía y de los guardias del bar que ahora sí venían
decididos a matarlo.
Cruzó la avenida y se perdió
por las calles. Cuando se sintió a salvo aligeró la carrera sin darse cuenta de
la cercanía del auto que ya no pudo esquivarlo y lo lanzó al aire por el
impacto. Quedó tendido sobre el asfalto.
Despertó para enterarse de que
nunca volvería a caminar, que su mujer había ordenado el divorcio y sus hijos
querían irse con ella a España, de que ya no tenía trabajo, y sobre todo, que a
ella la había perdido para siempre.
9
La trasladaron de inmediato al
hospital, perdió el conocimiento debido a la sangre que escapó de su cuerpo.
Despertó para enterarse de que
había perdido el ojo, de que su principal pretendiente adelantó su viaje a
París y ni él, ni ningún otro estaban ya interesados en ella, de que ya no
tenía su trabajo en el bar y de que el gran y oculto amor que sentía por él,
ahora se había transformado en odio.
10
A él, su antigua familia le
había quitado lo poco que le quedaba, excepto su silla de ruedas. Desde
entonces duerme sentado en algún rincón de la calle.
A ella, él le quitó todo, pues
su cara y sus piernas eran todo lo que ella tenía, y el acceso a lo segundo se
veía truncado por la repulsión que causaba lo primero en su nueva condición.
Comenzó a beber y beber hasta perder la noción del tiempo y del espacio. La
echaron del piso que alquilaba, desde entonces vive en la calle.
11
Pasaron dieciocho años para que
volvieran a verse; dieciocho años en los que él no dejó de amarla, en los que a
ella le ganó la batalla el amor y lo perdonó sin que él lo supiera o hubiera
pedido, la mitad, en que ella se sentía culpable por haberlo lastimado.
12
Ahí estaban, frente a frente.
Él con la cara blanca, ella con las piernas temblorosas. Se sonrieron, <<Lindo
sombrero>> dijo
ella. <<Sí que lo es>> contestó él. Ella se arrodilló para verlo
de frente, él le apartó cariñosamente el pelo de la cara y se descorrió una
gruesa cicatriz de la ceja a la mejilla que le sellaba los párpados. A él se le
escurrieron varias lágrimas, a ella, sólo las del ojo sano que aún era hermoso.
<<Perdóname>> dijo
ella, <<perdóname tú>> contestó él. Se abrazaron sin decir nada,
sin pronunciar nada, sólo se oían sus lastimeros llantos. Al separarse
sonrieron nuevamente, se limpiaron las lágrimas. Sonrieron resignados; ya no había
tiempo para el amor, sería una profunda pena mirarse uno al otro cada día.
Amaban sus recuerdos y la posibilidad que alguna vez tuvieron. Ahora eran
viejos con las vidas deshechas que ya nunca podrían rehacerse.
Ella se incorporó sin apartar
la mirada. Acarició su mejilla, él su mano. Se separaron las miradas, ella se
cubrió de nuevo el rostro con el pelo, y echó a andar sin voltear, él siguió
ofreciendo sus productos sin verla partir tampoco.
La vida siguió para ella una
semana más; para él, dos meses.
Volver a verse era su antojo antes de morir, y
con ayuda del destino fielmente se cumplieron el uno al otro.