Estaba yo perdiendo el día en ver correr las nubes
de humo que salen de los pulmones prematuramente adictos a la nicotina. Ahí,
parado en los pasillos de la incomodidad y del abandono. Donde lo único que
vale es el prestigio, el acomodo en los rankings de popularidad. Donde arden
las entrepiernas masculinas y femeninas por igual con la
diferencia de que las segundas no se abultan bajo el pantalón. Donde una cara
bonita todo lo puede. Donde los negocios se tornan el centro de la existencia.
Perdía el tiempo. Ese tiempo que duele pero que a
veces es bueno. Lo digo porque lo descubrí mientras se detuvo, me miró y me
dijo:
— Mira
Al voltear la descubrí apartándose el cabello de
los ojos y sonriendo alegremente. Era ella, la diosa, la que nadie toca porque
hasta miedo causa su belleza. Y que casualmente lleva por nombre,
Gloria.
Quise tenerla como se tiene la vida. Pero ¿para qué
la vida sin ella? Dije al tiempo:
— Detente ahora —y accedió. Se quedó como yo;
contemplándola, con el alma saltándole por el pecho como queriendo tocar el
brillo de sus ojos. Giró la cara hacia el cielo y le gritó a Dios que erró al
haberla sembrado en el mundo, que fue una falla garrafal no haber concluido su
perfección con un par de alas. Al momento Dios bajó.
— Dámela, Señor —le dije al verlo.
Me clavó su mirada con coraje y dijo al tiempo con
su infinita vanidad:
— Tú, semejante insolente, ¿crees que eres el dueño
del mundo? ¿Crees que eres su esclavo? ¿O peor aún, su amigo? Fui yo quien te
creó, fui yo quien la creó a ella — y mirándome nuevamente a mí— Fui yo quien
te creó a ti también. ¿Cómo puedes pedirme que los una? ¡No fueron hechos para
estar juntos!
— Señor, es que yo la amo —repliqué
— ¿Y qué mérito llevas en amarla a ella, si ya
mostrado está cómo la amé yo? ¿Es que no lo comprendes al mirar cuán
perfecta la hice? ¿Por qué no amas al resto? a las que vienen con ella, a
las otras que andan por ahí o por allá. Pero ámalas como yo te he mandado. No como
a ésta, que ni la amas, ni la quieres. Sólo la deseas.
Rompí en llanto después de oírlo.
— Eres un injusto —le dijo el tiempo— y cada vez te
excedes más.
— Tú concrétate en entregarme almas. Ese es el
único trabajo que te encomendé. Tus minutos y segundos tienen una misión, no
desperdicies lo que te queda de existencia.
Miré a Gloria detenida en su sonrisa, con sus
labios carnosos, repletos de amor y miel.
En un acto cruel, Dios posó su mano sobre mi
cabeza, envió una proyección a mi cerebro. Un par de alas brotaron de la
espalda de aquella chica. Estaba desnuda, vi su piel que poseía la frescura de
la más pura juventud. Tenía una aureola sobre la cabeza, salía luz de su
cuerpo.
Vi sus mejillas ruborizadas, las venas latentes de
su cuello. Sus senos perfectos. Lloré nuevamente al percibir su aroma. Caí de
rodillas y descubrí lo que terminó por volverme loco. La rosada pulpa de su
entrepierna, delicada y palpitante ¡completamente intacta! Lloré como niño al
escuchar decir al viejo:
— ¿Lo ves? ¡Es mía! La hice perfecta. No la cree
para los mortales, ni mortal es ella. Está llamada a la santidad y estará
siempre conmigo en el cielo, nuestro reino.
En un arranque de ira, el tiempo gritó:
— Pues veamos qué tan tuya es y ¡qué tanto poder
tienes sobre mí!
Sopló el viento, mil remolinos corrieron alrededor
nuestro. Fui arrojado al suelo y cubriéndome los ojos con los brazos pude ver
cómo la figura de Gloria se consumía. Primero su piel se arrugaba y comenzaba a
sobrar en todos lados de su cuerpo. Luego hicieron falta dientes en su sonrisa
hasta que quedaron huecos negros en su boca y en el lugar que antes habían
ocupado sus ojos. Era una visión espantosa. Se le cayó el cabello y el labio
inferior se desprendió de su cara. Ya sólo era una calavera sobre un lóbrego
cuerpo gris cenizo.
Volteé a ver a Dios que ya era transparente, casi
invisible. De repente agitó los brazos y el viento golpeó con fuerza mayor,
esta vez en sentido contrario. La figura del Señor se volvió nuevamente
tangible. Vi a Gloria con la hermosura de antes pero ahora un rosario de oro
colgaba entre sus senos. Me cubrí los oídos para no escuchar la ardiente
discusión entre el tiempo y Dios. Éste último decidió poner fin a la disputa
llevándose en ese instante a la chica. Pero grité:
— ¡Si tú no puedes, entonces que venga
el Diablo!
Al terminar de pronunciar esa frase, sentí que
perdí el aire y una serpiente se desprendió de mi pecho, se deslizó sobre
la tierra hasta perderse bajo los arbustos mientras sonaba una potente
carcajada en el aire. Dios cerró los ojos y la oscuridad cayó de inmediato.
Tuve a Gloria aquella noche y muchas otras. Pero mi
alma… mi alma, ¿Dónde habrá quedado?
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