martes, 28 de agosto de 2012

La muerte caminaba detrás de él


Miró tras sus lágrimas la fotografía de sus hijas y su esposa junto a él en navidad. Giró sobre su espalda y dijo entre suspiros a la muerte:

¡Hazlo ahora! Por piedad. 

Ésta se acercó y lo envolvió en un abrazo maternal, recogió el brazo derecho,  dejando ver la mano desnuda de piel que colocó sobre su pecho. Su corazón comenzó a dar saltos infinitos y rápidos. Ella le besó las mejillas y su rostro se llenó de sangre. Su cuerpo se agitaba bruscamente y ella lo presionaba contra el suyo infundiendo consuelo. Él buscó sus ojos, le dejó una mirada de agradecimiento y de profundo amor. Caía la noche dentro de sus párpados, el sueño sobre su conciencia que ya jamás despertaría.
Ella le besó los labios y lo depositó suavemente sobre la alfombra. Al entrar la policía, ya sólo descansaba en el piso un muerto de rostro sereno.  

jueves, 16 de agosto de 2012

La caída

Ya había olvidado el sabor del desastre, la abrasiva caricia de la desgracia estrujándome todo el cuerpo, la negación ante el dolor de un madrazo bien puesto provocado por mi necedad a querer hacer bien las cosas. Y es que uno se siente caer, oye su propia voz transportando un gemido arrancado con fuerza al comprimírsele las costillas contra el suelo; uno abre los ojos y se dice a sí mismo “No es cierto, esto no pasó y éste no soy yo”…

Las sensaciones del brazo izquierdo roto (sólo en calidad de sospecha) y el tobillo derecho torcido como un resorte del colchón sobre el que estoy tendido, me dieron conciencia; algo así como una luz de sabiduría que bajó del cielo a decirme: “No te levantes, no te muevas. Será peor si intentas algo”. Cerré los ojos y pensé: ¡Ni madres! Qué pinche pena si alguien me ve aquí todo madreado>>

Me levanté como pude, era impensable volver a casa puesto que no tenía llaves para abrir la puerta del edificio, ni la de mi casa (por algo me di en la madre).

Fui rengueando unos 35 metros hasta la banquita del jardín más cercano mientras hacía un análisis detallado y minucioso de lo ocurrido hace no más de dos minutos, análisis en el que traté de incluir diversos factores que pudieron influir en mi fallido plan. Después de darle vueltas y vueltas llegué a una sola conclusión: ¡estoy bien pendejo!

Me senté en la banquita  sin dejar de sostenerme el brazo izquierdo con el derecho y de gesticular gracias al dolor que abrazaba todo mi ser, incluidas mi razón y  capacidad para resolver el asunto.

Pasó una señora que paseaba a su perro mientras yo balanceaba mi cuerpo de atrás hacia delante buscando un poco de calma con los ojos cerrados. Al abrirlos, ella me miraba de frente y fijamente como pensando Cabrón vicioso, ya se le pasó la mano>>
– Buenas tardes –me dijo al verse sorprendida en su calidad de chismosa.
– ¿Qué tal, señora? Buenas tardes –contesté yo en mi calidad de pésimo actor al intentar ocultar que algo estaba mal. Como sea, ella no se interesó.

Saqué el celular (que aún reproducía no sé qué canción, pero es buenísima, yo lo sé). Para variar no tenía saldo.
Hay un teléfono de monedas en la placita”. Voló una voz.
Caminé pujando unos 50 metros más, apenas si pude sacar las monedas de mi pantalón, apenas si pude marcar, apenas si pude hablar.
Sin explicaciones mayores dije a mi madre que iba al hospital, que sería lindo que me alcanzara ahí. (Después de todo, me encanta sentirme respaldado por ella).
– Adiós –dije y no recuerdo si devolví el aparato a su lugar o no.

Fui a la calle y tomé un taxi. Durante el trayecto, el conductor iba contándome una de sus hazañas sexuales, pero mi imprudente dolor en el brazo no me permitió ponerle atención. Estuve, quizás, ante un héroe nacional y me lo perdí a causa de mi distracción.
Aun así le guardo un profundo agradecimiento, ya que es él quien me consiguió atención inmediata ante mi incapacidad de articular palabras al llegar a la clínica. Sacó dinero de mi cartera para pagar las radiografías, me avisó cuando llegó mi madre; todo lo hizo bien (¡y yo, perdiéndome sus relatos!).

La explicación del médico que me atendió fue la siguiente:
“Mire, revisamos las placas. Lo que pasa es que del golpe, este hueso de arriba y este de abajo como que se juntaron, entonces por eso no puede flexionar. Debe ir con el traumatólogo para que le corrija este pequeño problema”.
Yo creí encontrar algunos detalles más relevantes, pero él es el que sabe, ¿no?

Salí de ahí con un par de radiografías, a mi parecer, bastante deficientes y costosas, con la camisa recortada, con un analgésico bajo la piel de mi trasero, y con mi bella madre caminando a mi lado.

Nos dirigimos con el traumatólogo, un médico y especialista de a de veras.
Echó un ojo a las placas y coincidió conmigo: esas radiografías son una mamada, pero a pesar de ello,  supo ver lo que éstas no dejaban muy claro; fracturas por todos lados. El cúbito y el radio despostillados en su punto común, además de que a éste último casi se le desprende la corona, por casi un milagro no se  partió completamente, pues, eso me habría encaminado directamente a una operación no sé si complicada o no, pero no quisiera descubrirlo. Adelante, no había tiempo que perder.

Doce gotas de analgésico en la boca, y a maniobrar con mi brazo, tal como lo haría un niño con una barra de plastilina. Prefiero no recordar los dolores que esto generó. Existe el testimonio de mi madre acerca de un llanto eminente, el cual no discutiré.

Recomendaciones: Medicamento, inmovilizador de hombro, reposo absoluto.

De vuelta a casa, donde todo sería lindo y armonioso entre mi brazo y yo. Que equivocado estaba, pues, el dolor y la incomodidad no saben o no les nace dar tregua. Pero bueno, esa es otra historia igual de bonita.

No sé si se me permita dar un consejo… ¿?

Igual lo haré: nunca salgan sin llaves y si lo hacen, no trepen por azoteas, bardas, edificios, etc; no se lo dejen todo a la suerte, o si lo prefieren a Dios. Sobre todo, hagan ejercicio; tendrán un cuerpo hábil, ligero y fuerte que les permita reaccionar ante un mal cálculo cuando salten de una altura de 2.30 metros…